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Magisterio sobre amor, matrimonio y familia <br /> <b>Warning</b>: Undefined variable $titulo in <b>/var/www/vhosts/enchiridionfamiliae.com/httpdocs/cabecera.php</b> on line <b>29</b><br />
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[1387] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LOS ESPOSOS CRISTIANOS, TESTIGOS DEL AMOR DE DIOS

De la Homilía en la Misa para las Familias en el Estadio  de la Concordia, N’Djaména (Tchad), 1 febrero 1990

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2. Saludo de manera particular a las familias aquí reunidas, así como a todas aquellas que viven en vuestro país.

Las palabras del Redentor en el Cenáculo se aplican también a vosotros. Tenéis, por tanto, un papel irreemplazable en el apostolado de la Iglesia. También a vosotros os ha elegido Cristo para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca (cfr. Jn 15, 16).

En el sacramento del matrimonio Él elige a dos bautizados, un hombre y una mujer, que se prometen amor mutuo, fidelidad y una vida matrimonial digna. Ellos se eligen el uno al otro para vivir toda su vida en una comunidad unida a fin de recorrer juntos el camino de la vida y dar los frutos que corresponden a su vocación de esposos y de padres en la Iglesia y en la sociedad.

El Señor Jesús acoge su donación mutua y generosa y sus compromisos. Consagrados por la gracia del sacramento, “su vínculo de amor se convierte en imagen y símbolo de la alianza que une a Dios con su pueblo” (Familiaris consortio, n. 12; cf, L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de diciembre de 1981, pág. 7). Cristo bendice a los esposos y les dice: “Esto es lo que os mando: que os améis los uno a los otros”.

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3. El Apóstol Pablo, queriendo hacerse eco de este mandamiento de Cristo, exhorta a sus hermanos: “Y por encima de todo esto, revestíos de amor, que es el vínculo de la perfección” (Col 3, 14). Las consignas que da San Pablo en su bella Carta a los Colosenses perfilan una especie de retrato de la pareja unida por el don de Dios: “Sed agradecidos... Cantad a Dios en vuestros corazones” (3, 15. 16). Sí; vuestro matrimonio, vuestra comunidad de vida, vuestra unidad son “como ‘signo’ de aquella comunión interpersonal de amor que constituye la misteriosa vida íntima de Dios Uno y Trino” (Christifideles laici, n 52; cfr. L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 febrero de 1989, pág 52) Esposos cristianos: ¡Vosotros reflejáis maravillosamente la vida misma de Dios que es amor!

Que la paz de Cristo presida vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados formando un solo Cuerpo” (Col 3, 15). No debéis temer las exigencias de vuestro mutuo compromiso, ya que son las exigencias de un amor que Dios ha puesto en vuestros corazones y que Jesús fortalece con su presencia pacífica. Estad cerca de Él: “La palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza”. Su palabra es una palabra de amor para guiar vuestro amor. Acoged su palabra de verdad para poner en común su luz: “Instruíos y amonestaos con toda sabiduría” (3, 16).

La verdadera sabiduría es la del Creador que ha hecho al hombre y a la mujer a semejanza suya. Es la sabiduría verdadera que está también en su palabra: “Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne” (Gn 2, 24).

La verdadera sabiduría es la del Redentor: Él ha cimentado el mandamiento del amor sobre el amor divino que le ha llevado a entregar su vida por nosotros: “Que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15, 12).

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4. Queridos amigos: sin duda algunos encontrarán muy arriesgado para un hombre y una mujer comprometerse para toda la vida en el camino de una fidelidad tan pura como la misma fidelidad de Dios. Las dolorosas circunstancias vividas por vuestro pueblo han revuelto las cosas. Algunas tradiciones familiares se han roto por los cambios de residencia o de manera de vivir. Aparecen nuevas tentaciones y corre peligro la estabilidad de la pareja y de la familia.

Comprendo esas dificultades y los sufrimientos que implican. Pero no debéis renunciar a la grandeza y a la belleza del matrimonio. Con San Pablo, yo os digo: “Soportaos unos a otros” (Col 3, 13). No se trata solamente de ser pacientes; se trata de amar tanto al otro como para prestarle una ayuda, un apoyo. En el matrimonio no terminaréis de descubrir las cualidades y los defectos de vuestro cónyuge, y le ayudaréis a aumentar las primeras y a disminuir las segundas. Y además: “perdonaos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros”. Teneos amor como para reconciliaros si una crisis amenaza vuestra unión. Porque quebrar vuestra mutua fidelidad es también romper con Dios, que es siempre fiel, que nunca deja de amar.

Vivid con confianza el uno para con el otro. Echad leña día a día en el hogar de vuestro amor a través de los actos ordinarios de la vida común; vuestro respeto mutuo y vuestra generosidad son como una huella de la presencia de Dios en vuestro hogar. La gracia del sacramento del matrimonio nunca os faltará. El Señor os ha elegido como amigos, no como siervos a los que se imponen pesadas cargas. “Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo concederá” (cfr. Jn 15, 16). Obedecer al mandamiento del amor fiel no es una exigencia imposible: es vivir en comunión con Cristo que regala a sus amigos su gozo y su paz.

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5. Esposos: vuestra mutua fidelidad está estrechamente ligada al amor que tenéis a vuestros hijos. Vuestra felicidad de amar y vuestra capacidad de dar la vida hacen de vosotros testigos del amor del Creador. Respetad los dones de Dios llegando a ser padre y madre de manera responsable y especialmente honrando la vocación de la mujer a ser madre, que es lo que está inscrito en el fondo de su ser.

Durante su educación encontraréis vuestro gozo en compartir vuestro amor con vuestros hijos. A veces os puede inquietar su futuro, y podéis encontrar difícil transmitirles los valores que habéis recibido, y que provienen de muchas generaciones, porque ellos escuchan otras voces distintas de la vuestra y sufren unas influencias que van en sentido contrario. Es entonces cuando os toca a vosotros enseñarles el buen uso de la libertad en un clima de diálogo. Iluminaréis su camino más con vuestro ejemplo y vuestro amor que con la imposición de unas prohibiciones sin dar explicaciones. Tomad ejemplo de Jesús: Él había hecho de sus discípulos sus amigos; corregía sus errores. Pero sabía quitarles el miedo y les demostró su confianza enviándoles en misión.

Vuestros hijos irán por otros caminos distintos a los vuestros. Quizás por vericuetos peligrosos, pero conservarán la huella permanente del espíritu de su familia y las cualidades adquiridas con vosotros. Ellos a su vez serán esposos y padres. Sabed aceptar su partida: los jóvenes no os rechazan, sino que se hacen adultos. Éste es, para vosotros, “el fruto que permanece” prometido por Jesús (cfr. Jn 15, 16).

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6. Queridos hermanos y hermanas: os hablo de vuestra vocación de esposos y de padres en medio de la comunidad cristiana reunida. Y esto debe ser así, porque las familias desempeñan un papel primordial en el pueblo de Dios.

Vosotros sois testigos del amor de Dios por todo ser humano. Sois testigos del Evangelio de la Salvación, y en primer lugar ante vuestros hijos. Abridlos a la fe, en unión con vuestros pastores y con los educadores. Vosotros sois los primeros suscitadores de la fe de vuestros hijos y de vuestras hijas. Preparadlos a acoger este don, insertando bien a vuestra familia en la vida eclesial.

¡Que vuestra generosidad y vuestro espíritu de comunión fraterna no se detengan a la puerta de vuestro hogar! Si se os ha dado el vivir felices en familia, sabed acoger a los que están solos, a los pobres, a los extranjeros, y también a los hombres y mujeres que tienen el corazón maltrecho por crueles abandonos. Gracias a los hogares que irradian el amor verdadero en la sencillez de los gestos de cada día, la Iglesia podrá reflejar en la sociedad el rostro de Cristo.

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7. Habiendo venido en medio de vosotros, el sucesor de Pedro os dice con gozo que la Iglesia cuenta con las familias, para llevar el testimonio de la alegría de ser discípulos de Cristo, hombres y mujeres con igual dignidad en sus papeles complementarios.

Os vuelvo a repetir el último mensaje de Jesús: “Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15, 12).

Amaos los unos a los otros, vosotros, maridos y mujeres: “Revestíos del hombre nuevo... como elegidos de Dios” (Col 3, 10-12).

Amad a vuestros hijos, con generosidad, sin pretender retenerlos.

En toda la familia: padres, amad a vuestros hijos; hijos, amad a vuestros padres; hermanos y hermanas, amaos como hijos e hijas de los mismos padres: Amaos todos los miembros de vuestra gran familia, de todas las generaciones.

En nombre de Cristo, ruego al Padre para que las familias muestren la fidelidad de Dios a todos. Rogad para que vuestras familias lleven los frutos de la buena educación de los hijos, para que estos frutos permanezcan para las nuevas generaciones en la vida de todo el pueblo y de la Iglesia.

Por todo esto ruego hoy con vosotros. La Iglesia ruega con vosotros.

La gloria de Dios es el hombre viviente”, (San Ireneo, Adversus haereses, IV, 20, 7). ¡La gloria de Dios es que el hombre viva en la plenitud de la vida, de la verdad y del amor, y que así alcance la salvación y la vida de Dios!

[DP-20 (1990), 36-37]